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Las propiedades específicas de algunas sustancias orgánicas (es decir, sustancias presentes en los organismos, en la materia de la que están hechos todos los seres vivos como plantas o animales) son conocidas desde la antigüedad. A título de ejemplo, podemos mencionar el alcohol presente en el jugo de uva fermentado, el ácido acético en el vino agriado, la sacarosa, algunos colorantes naturales como el índigo, etc. Durante el siglo XVIII se aislaron también otras sustancias como el alcohol de madera (metílico), la glucosa, la lactosa, la urea (presente en la orina de los animales), el ácido úrico, etc. Sin embargo, estas sustancias siempre se habían obtenido en el laboratorio a partir muestras procedentes de seres vivos y nunca a partir de sustancias inorgánicas.
Además de su origen distinto, los llamados compuestos orgánicos parecían ser más complejos que los inorgánicos. No es pues de extrañar que esta situación, junto a la existencia de algunas creencias religiosas, llevasen a admitir a los químicos de la época que, aunque todas las sustancias orgánicas estaban compuestas fundamentalmente por carbono e hidrógeno (elementos que también pueden encontrarse en la materia inorgánica), las leyes que regulaban su formación eran diferentes. Concretamente, se pensaba que era necesaria una “fuerza vital” para producir los compuestos orgánicos. Sólo los organismos como los animales y las plantas parecían disponer de esa fuerza vital que, de ningún modo, se hallaba presente en los tubos de ensayo ni en los demás instrumentos de un laboratorio por sofisticados que fuesen. Esta idea formó parte de una teoría llamada “Vitalismo”. De acuerdo con dicha teoría existía una barrera infranqueable entre las sustancias de origen mineral (inorgánicas) y las procedentes de seres vivos, por lo que cualquier intento de sintetizar en el laboratorio sustancias orgánicas a partir de otras inorgánicas estaba, condenado al fracaso.
Conviene notar que la teoría vitalista implicaba la imposibilidad de que a partir de materia inanimada (inorgánica) pudiera alguna vez haber surgido la vida (materia orgánica) de forma natural.
Wöhler
El vitalismo comenzó a tambalearse ya entrado el siglo XIX cuando en 1828 el químico alemán Wöhler, a los 28 años, sintetizó la urea a partir del calentamiento de un compuesto inorgánico. En una carta dirigida a su profesor Berzelius escribía al respecto:
“... Puedo producir urea sin necesidad de un riñón, sin un animal (sea una persona o un perro)...”
No por ello, sin embargo, se abandonó inmediatamente la teoría vitalista que persistió de una forma u otra durante unos 20 años más, mostrando así, una vez más, que no basta con que los resultados de un experimento contradigan una teoría para que ésta sea inmediatamente abandonada.
Sin embargo, durante los años posteriores a la síntesis de la urea, se produjeron pronto nuevas síntesis de compuestos orgánicos a partir de sustancias inorgánicas. Como, por ejemplo, la realizada por Kolbe (alumno de Wöhler) que obtuvo ácido acético a partir de los elementos constituyentes (carbono, hidrógeno y oxígeno) o las sustancias que sintetizó el químico francés Berthelot (alcohol metílico, alcohol etílico, metano, benceno, acetileno, etc.). Además, la existencia de una “fuerza vital” como explicación de un tipo de cambio, no resultaba compatible con el principio de conservación de la energía que, por aquella época, acababa de desarrollarse. Todo ello contribuyó decisivamente a que finalmente se abandonara la teoría vitalista por los científicos a la vez que comenzaba el desarrollo imparable de la química orgánica.
INFORMACIÓN
"Descartes, Leibnitz, Lavoisier nos han enseñado que la materia y sus leyes no difieren en los cuerpos vivientes y en los cuerpos brutos; nos han mostrado que no hay en el mundo sino una sola mecánica, una sola física, una sola química, comunes a todos los seres de la naturaleza. No existen pues dos órdenes de ciencias.
Toda ciencia digna de este nombre es aquella que, conociendo las leyes precisas de los fenómenos, las predice con certeza y las domina cuando están a su alcance. Todo lo que queda fuera de este carácter no es sino empirismo o ignorancia; porque no pueden existir semi-ciencias ni ciencias conjeturales. Es un error profundo el creer que, en los cuerpos vivientes, tengamos que preocuparnos de la esencia misma y del principio de la vida.
No existe ninguna diferencia científica en todos los fenómenos de la naturaleza, a no ser la complejidad o la delicadeza de las condiciones de su manifestación que los hacen más o menos difíciles de distinguir y precisar.
Tales son los principios que deben dirigirnos. Por esto concluiremos sin vacilar que la dualidad establecida para la escuela vitalista en las ciencias de los cuerpos brutos y de los cuerpos vivientes es absolutamente contraria as la ciencia misma. La unidad reina en todo su dominio. Las ciencias de los cuerpos vivientes y de los cuerpos brutos tienen como base los mismos principios y como medios de estudio los mismos métodos de investigación. " Claude Bernard, 15 de mayo de 1875.
Superada pues la barrera que separaba la materia inorgánica de la orgánica ya no tenía sentido seguir distinguiendo entre química inorgánica y química orgánica. De hecho hoy en día se prefiere hablar de “química del carbono”, admitiéndose el término de química orgánica, aunque sin su sentido original.
¿Por qué razón, entonces, se sigue estudiando de forma particular una química que gira en torno a un solo elemento? A continuación trataremos de dar respuesta a esta cuestión.
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